Un ritual dionisiaco
JUAN VERGILLOS Es sin duda la más dulce, misteriosa y extravagante filmación televisiva sobre flamenco que se ha hecho en la historia. Un verdadero disparate que fue posible, contra cualquier previsión imaginable (recuerden que la filmación se realizó originariamente para una emisora de televisión, y no están, ni estaban, las televisiones de nuestro país para líricas, precisamente), gracias al entusiasmo valeroso del que es causante de algunos de los momentos más trascendentes del flamenco contemporáneo: Ricardo Pachón. Fernanda y Bernarda de Utrera. Camarón. Rafael y Raimundo Amador. Lole y Manuel. Carmelilla Montoya. Triana Pura. El Capullo. Rafael Riqueni. La Caíta. El Bobote. Ramón Amador, Juan José Amador. Romero Sanjuán. Changuito. Aurora Vargas. Diego de Morón. La Negra. Joselero. Manuela Vargas. Paco Valdepeñas. Pedro Bacán. Isidro Vargas. Bastaría con esta nómina de protagonistas para dar fe de la excelencia de esta obra. Pero es que la serie, las imágenes, la música, el baile, la filosofía, el amor que encierra esta serie van, si cabe, más allá de esta excelsa enumeración. Ángeles terrenales. Es una bacanal de arte flamenco, en la que los intérpretes no son tales, sino hombres y mujeres que comen, fuman, gozan, ríen, besan y también cantan y bailan. A lo mejor la causa de todo es esa claridad de ideas que da una filosofía flamenca, ciertamente excluyente, que condensa una frase del guión: «el flamenco nace y se desarrolla en una estrella franja de terreno que corre paralela a la orilla izquierda del Guadalquivir, entre Sevilla y Los Puertos. Fuera de estos territorios, todo lo que el flamenco gana en extensión, lo pierde en profundidad». No puedo estar de acuerdo. Por vivencias, por mor de mi infancia y adolescencia en el oriente andaluz. Dejemos al margen, por hoy, la investigación histórica y musicológica. Me remito a las vivencias. En ‘El Ángel’ no cabe el flamenco apolíneo, seco, austero, mairenista o chaconiano. Pero es que tampoco cabe, por supuesto, el flamenco dionisiaco del melisma. La única religión de Pachón y de ‘El Ángel’ es el compás amalgamado. Fe excluyente que da resultados excelsos. Cada capítulo es una fiesta. Tangos y bulerías. ¿Ustedes no saben lo que es Tío Juani, Pastora o Pepa de la Calzona? Pues no saben lo que es el baile flamenco de intimidad, de roce y desborde, donde no hay técnica, porque apenas hay condiciones físicas. Un trozo de carne, una mujer renegrita, enjuta, pequeña, encorvada. Ni puede levantarse y avanzar sin la ayuda de sus compañeros más jóvenes. Pero cuando la dejan sola en el centro de la reunión: ¡oh, qué milagro! De agilidad, de ligereza celeste, de belleza en las oscuras manos. Qué sensualidad en las muñecas, en las caderas. ¿Pueden creer que comparada con ella la gran Manuela Vargas, acaso la bailaora más sensual de la historia, y que participa de la misma fiesta, nos parece un mero atleta? Un ángel de ochenta años con la memoria en el cuerpo de su juventud, sus amores, sus goces, sus giros y contorsiones con su amante. El único ángel con sexo, como ha dicho en alguna ocasión Lencero de esta serie. En la misma línea, en el otro extremo, una niña llamada Alba Molina, que acompasa descuidada, infantil, el toque por bulerías de su padre Manuel. Y cuando se levanta: ¡cuánta sabiduría de tierra, de mujer, en su cuerpo infantil! ¡Cuántas generaciones de mujeres de ojos oscuros y piel y voz de miel! Más. Queremos más. Que la fiesta no acabe nunca. La Fernanda recriminando a Paco Valdepeñas y Camarón sonriendo porque se olvida de la letra. Juana la del Revuelo con un hilo de la grasa de las perdices escabechadas en la boca y Rafael Amador con la ceja de purpurina. Y, por supuesto, Adolfo Amaya, el hombre de las «lóminas», verdadero «solósofos» urbano que rescatara Dominique Abel para su película sobre las Tres Mil. Y ese jovencito Diego Amador de nueve o diez años acompañando ‘Maniac’ a la batería. Otra imagen impactante, verdaderamente buñuelesca, la que cierra el capítulo dedicado al grupo Pata Negra. Después de deambular por las Tres Mil el equipo y los artistas se van al campo de fiesta. Matan un cochino y se lo comen. Y, en el fin de fiesta, Raimundo toca por bulerías, para el baile del Bobote, con la pezuña del animal muerto como púa para rasgar las cuerdas. Pata Negra. El Bobote, sí, que, como demostró la serie ‘Rito y geografía del cante’ hace la misma descomunal pataíta por fiesta desde el día de su nacimiento. Entre el musical y la pseudoantropología. Porque a Pachón lo que le interesa, ya está dicho, es el flamenco de los gitanos. Y así aparece una historia mítica de este pueblo y una ‘genelogía’ (como diría Rafael Amador) mítica del flamenco. A lo mejor no se ajusta a las realidades documentales, pero eso no importa. Porque ‘El Ángel’, con el barniz antropológico, es pura lírica, poesía visual. Y así, el capítulo aparentemente más antropológico, y también el más gachó, el menos flamenco, es el más poético. Me refiero al documental sobre el peregrinaje al Rocío. Más emoción no se puede. Más amor a la tierra, a los animales, a los paisajes, a las marismas. A la luz. Al mar. A la olla de menudo con garbanzos. A la noche y a la madrugada. A la pura pasión humana, tan bestial, tan animal. Al sol. A la vida. Más información:
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V. 3 «El Territorio Flamenco». Camaron, Raimundo Amador, … – |