Delicatessen flamenco. Reseña de 'Un momento en el sonido' Vicente Amigo

Vicente Amigo

«Un momento en el sonido»

Vicente Amigo «Un momento en el sonido»

Texto : Carlos Ledermann

Después de cinco años de no grabar en solitario, vuelve Vicente Amigo para solaz de sus innumerables seguidores ya no solo en España sino en el mundo entero. Lo cierto es que este guitarrista se ha convertido en pocos años en una figura universal, merced a muchos factores tal vez largos de enumerar, de los cuales sin duda el principal –pero no el único- es su talento extraordinario. Es Vicente capaz de crear música que los auditores de todo el mundo, de cualquier corriente musical y cualquier tendencia artística, pueden entender. Y pueden cantar o silbar y eso ya es bastante decir, tratándose de sonidos arrancados a la materia y no de baladas de amor facilonas y de tres minutos, como las que habitualmente hacen ídolos en todas partes.

No nos parece que la espera haya sido extenuante, probablemente porque Vicente ha estado presente a través de estos años en muchos discos, en cada uno de los cuales ha dejado su impronta inconfundible, un sello que lo identifica a la brevedad y cuando no a él directamente, a quienes han asumido sus maneras como propias, han adoptado su idioma musical y lo han cultivado a riesgo, claro, de que luego alguien diga que “toca como Vicente” o se hable ya de elementos “vicenteros”. Pero, repito, Amigo es de alguna manera un personaje omnipresente en el mundo musical del flamenco.

A toda batería y a todo bajo abre Vicente su nuevo disco, por rumba con “Demipatí”. Este tema, sus giros, sus ideas, desarrollos temáticos y adornos, no podría ser de nadie sino suyo, porque el tempo y el tratamiento en general recuerda varias veces a “De mi Corazón al Aire”, ya que en todo caso las tres rumbas de Vicente tienen casi exactamente el mismo tempo. Puede que sea menos directa que las anteriores, pero tampoco algo demasiado complejo. El revestimiento instrumental es impecable y los coros aportan una nota festera, sí, pero con algún detalle quejumbroso. El tema empieza con unos arpegios configurados en base a síncopas que introducen correctamente el aire posterior. Los remates cortados, violentos y bordoneantes que son el sello de Vicente, además de la interválica personalísima que hay siempre en sus melodías, aparecen aquí con generosidad. El coro repite su estribillo y la rumba se cierra tras un par de variaciones interesantes, complementadas maravillosamente por la batería de Tino di Geraldo.

La bulería “Campo de la Verdad” se abre con una atmósfera nostálgica, muy en el estilo Metheny, que sorprende, para no decir que desconcierta, porque el compás de bulería no aparece sino hasta terminado el primer cuarto del tema. El arpegio como elemento básico, lo ha utilizado siempre Vicente en sus bulerías y este es otro de sus sellos personales, además de unos rasgueados casi electrificantes. Con bonitas letras, el cante de El Potito aporta la cuota textual en el marco de la dedicatoria al torero José Tomás. En algunos pasajes, da la impresión de que Vicente se cita a sí mismo acaso recordando, consciente o inconscientemente, pasajes del “Gitano de Lucía” de su primer disco. Las variaciones, de colores y timbres atractivamente variados se funden al final con el bajo y con las voces, superponiendo adornos de la guitarra un poco a la manera de Manolo Sanlúcar en “Puerta del Príncipe”. Se agradece el final directo y no haber utilizado el recurso del fade out.

“Mezquita” es el título de una soleá monumental, cuyo comienzo también resulta algo desconcertante si no se pone atención concentradamente a la figura (cuatro semi-corcheas) de cada pulso, pues viene a ocurrir que además del hecho de que las frases están desarrolladas continuadamente del 1 al 12, es el trazo melódico del arpegio el que inicialmente parece impulsar al auditor en otra dirección, alejada del cauce de la soleá, por mucho que el grupetto de semicorcheas sea tal vez la figura rítmica más utilizada históricamente en este palo. Tal vez por lo mismo, el instante en que Vicente resuelve este acertijo en lo más esencial de la soleá resulte tan sorpresivamente gratificante. De ahí en más, la ejecución con la cejilla al 1, cobra fuerza y presencia, tanto en lo melódico como en lo rítmico, donde los rasgueados de Vicente actúan como verdaderos subrayados a todo lo que se le ocurre, incluso cuando los intercala dentro de un fraseo melódico, entre los tiempos 6 y 10, o cuando los hace en veloces quintillos en los tiempos 1 al 3. Otro recurso que utiliza magistralmente es el arpegio con el anular arrastrado en solo un tiempo. Algún fraseo recuerda la bulería “Asesinato”, que Paco de Lucía grabara hace años con su hermano Pepe en un homenaje a F. García Lorca y otro momento recuerda la soleá “Plaza Alta” del mismo autor, pero entendámonos : es extremadamente difícil sustraerse a los influjos del guitarrista de Algeciras, y más aún para alguien que, como Vicente, le “culpa” de ser guitarrista. Al final de la estupenda pieza, reaparece el motivo con que se inició, para cerrar todo de la manera más intempestiva que se pueda imaginar, nada preparado, nada predecible, solo una interrupción.

El disco continúa con los “Tangos del Arco Bajo”, que comienzan con una base rítmica muy clara, como las que se oyen en el ya mundialmente famoso “Solo Compás”, y siguen con la entrada de la guitarra en dibujos como enrejados de hierro forjado, luego cierres, uno de esos rasgueados suyos (¿le quedarán uñas después de eso?) y aparece ese cante que no sabemos si por mera coincidencia o a propósito recuerda tanto al de “El Pele”, y unos coros pegadizos y a seguir la filigrana, flamenquita, limpia, movediza, contagiosa y estos tangos se van casi rápidamente, acaso por ser el segundo tema más corto del disco, pero a la vez un momento de frescura extremadamente agradable.

En el “Bolero a Marcos”, dedicado a “su hijo chico”, se nos asoma de nuevo el aire de Metheny, pero esta sensación se esfuma al irrumpir ese bandoneón magistral de Ariel Hernández, devaneo fantástico, alucinado, entre Buenos Aires y Paris, apoyado por unas notas fantásticas de contrabajo y sobre ellos, con ellos o desde detrás de ellos, nuevamente la guitarra flamenca de Vicente, díscola, inquieta, dejando salir una música que no podemos definir exactamente como flamenca, pero sí como extremadamente sentimental. En suma, un tema hermoso que por sus características podría haber estado en este disco como en cualquier otro, de otra música, de otra parte del mundo, de otras raíces y otra tradición, y seguiría siendo un lindo tema.

El quinto corte, la farruca “Silia y el Tiempo”, nos trae de vuelta un estilo que hoy se graba muy rara vez. En los espectáculos de baile no puede faltar, pero en el repertorio de los guitarristas ha sufrido una postergación poco justificada, que otros sones aflamencados no han experimentado. Especial reconocimiento, entonces a Vicente por hacerlo en este disco y a Juan Carlos Romero por hacerlo en el suyo. Compuesta en la ya tradicional tonalidad de La menor, con un pulso más ligero de lo habitual, es un tema sumamente sugerente, rico en recursos rítmicos y en colores armónicos, que mueve, gusta e invita a dar palmas cerradas, las mismas que aparecen desde la mitad en adelante. Aquí aparece nuevamente el bandoneón, poniendo unas notas estupendas, adornos, timbres, colores y hasta un cierre de aroma huelvano se le oye a Vicente por ahí. Un tema cálido, entretenido, melódicamente bello.

“Oriente Mediterráneo” es el zapateado que se ubica a continuación. Similar en su propuesta a “Vivencias Imaginadas”, Vicente toca este palo más rápido aún de lo que nos habían acostumbrado las antiguas versiones de “Percusión Flamenca” de Paco de Lucía y “Andares Gaditanos” de Manolo Sanlúcar y viniendo más acá, “Se Alza la Luna” de Juan Manuel Cañizares. En este caso, por momentos el pulso es casi frenético, sobre una base rítmica que marca los acentos. El paso a bulerías es otra novedad absoluta tratándose de un zapateado y qué decir del cante, aunque pronto todo vuelve a su lugar de origen.

La segunda bulería, se titula “Rocamador” en recuerdo del monasterio en que Vicente cuenta haberse recluido a componer para este disco. Con un inicio que nuevamente no nos trae de entrada el compás de bulerías, suenan sugerentes notas de teclado, que por ser muy pocas más que nada generan una atmósfera que de inmediato da paso, una vez más, al bandoneón. Luego la guitarra de Vicente se muestra inquieta, recorriendo con soltura las zonas altas del diapasón. Vivaz y entretenida, junto con la aparición de las palmas y la muy ajustada y discreta intervención de un contrabajo que, sin afán de lucir individualmente, le otorga profundidad y peso, esta bulería va saliendo desde el interior de la guitarra, con fresca naturalidad y aromas conocidos, aunque no por ello menos atractivos, y entre arpegios, rasgueados y capirotes llega a un final intenso en que asoman nuevamente las notas del teclado, que lo condimentan con acierto.

Finalmente llega ese “Momento en el Sonido” que hemos estado esperando. Vicente es un místico y aquí queda patente esa característica. Dejando que las notas respiren, fraseando con absoluta parsimonia, sin renunciar a algún arranque fugaz de temperamento, no se advierte aquí ni interés ni mucho menos necesidad de demostrar nada, y por lo mismo se deja que la música hable, mande, ordene, transporte, envuelva. Sin trémolo (la soleá tampoco lo tiene) y sin escalas demoledoras, logra crear una atmósfera (¿la de Rocamador?) de gran serenidad. A pesar de ser un tema muy largo, se paladea con gusto. Más que una taranta, se nos antoja un tema compuesto en la tonalidad de la taranta, aunque en esta percepción bien puede haber un fondo de costumbrismo que no se debe soslayar.

El bonus track, ese “Bolero a Marcos” con arreglo de cuerdas de un Amargós siempre notable, medido e incluso sutil, nos recuerda, inevitablemente, que “hablemos con ella…”. En pocas palabras, una delicia para escuchar a solas o en dúo : ante música como ésta, tres son multitud.
Un disco para renovarse. Lleno de detalles magníficos, muy reflexivo, tal vez más cerca de la melancolía que de otros estados de ánimo, pero nunca doliente. Y la melancolía, la concentración en sí mismo de Vicente Amigo es algo que puede apreciarse hasta en sus fotografías, frecuentemente mirando hacia abajo, o hacia adentro, rara vez riendo.

No nos sorprende ver que este guitarrista fenomenal, al que conocimos cuando era un chiquillo en Sanlúcar de Barrameda, en aquél mítico curso dictado por el maestro Manolo, haya llegado al sitial en que está ahora, donde además de la responsabilidad de mantenerse allí, tiene la de estar poniendo unos códigos nuevos en la guitarra flamenca y dejando una huella más profunda y duradera que la de muchos estupendos ejecutantes, pues lo suyo no es solo ejecución y técnica : es también fondo artístico, intelecto y mensaje.

Carlos Ledermann

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