Si existe algo sobre la faz de la tierra capaz de convertir a cientos y cientos de personas en creyentes -así sea por unas horas o durante varios fines de semana-, podríamos estar perfectamente hablando de la todopoderosa fiesta de la zambomba. La capacidad de este festejo genuinamente jerezano y arcense de arrastre, de convocatoria y de unión no deja de desdibujar sus bordes cada año para ampliarlos sin miramiento ninguno, para regocijo de algunas y cabreo de otros.
Y creyente de qué cosa, dirán ustedes y dirán bien. Les cuento que los fervores son de todo tipo: en la humanidad, para empezar; en el niño Manuel, pa cogé tono. Y si se nos permite poner también una patita en Cádi-Cádi, en la comunión de la gente cantando sobre todas las cosas (siempre Juan Carlos Aragón para contarlo todo). Ahí es, para mi gusto, donde las papas queman. Podremos quejarnos de mil cosas y enarbolar banderas de todo tipo, pero le puedo asegurar que si usted presencia una, tan sólo una que le llegue de verdad, será una creyente más. Y de ahí ya no se regresa.
Que sí, que podremos enjuiciar las decenas de zambombas que no lo son, que no cumplen los requisitos; en las que importa más la barra de turno, el alcohol y el jamamiento que la música y el encuentro. Que si los flamencos hacen ahora su agosto (como si no tuvieran, como usted y como yo, que comer en su casa), que si algunas peñas convierten su fiesta navideña en un final de curso de quienes allí aprenden su patá; que si hay que prohibir los vasos de plástico, que si la zambomba de hoy resulta un aparato desactivador del potencial comunitario de la fiesta autogestionada… que sí, que podemos estar hasta de acuerdo en muchas cosas, pero también podemos bajar la guardia un ratito y tratar de disfrutar con lo que somos, de lo que hay, aun poniéndole mil peros.
El primero sería que cada año cuesta más listar las zambombas a las que una desea asistir y que se reparten por la ciudad en una pre-navidad que de pre tiene poco porque cuando llega la Nochebuena estamos ya hasta arriba de comer, de beber y de bailar y el niño Dios, jartito de que lo menten por doquier, ha nacido mil veces ya. Pero, como usted sabe, en Jerez no hay hartura.
En cualquier caso, y aparte de nombramientos varios que tampoco sabemos con certeza si suman más que restan (esta celebración fue nombrada en 2015 como Bien de Interés Cultural y las voces críticas, las mismas que dudan de lo bien o mal que le ha sentado al flamenco ser elegido Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad en 2010, suenan al mismo son), una no puede dejar de acudir, celebrar y honrar algunas cositas que pasan en las periferias o en los epicentros de esta historia.
Una de las más interesantes fue la celebración, en el Centro Andaluz de Documentación del Flamenco, del 40 aniversario del inicio de la colección Así canta nuestra tierra en Navidad, ‘la colección que lo cambió todo’, que diría el compañero Fran Pereira. Allí se aplaudió la iniciativa que llevó a rescatar esta fiesta, pero también se la criticó por estandarizar los villancicos y cortar abruptamente el desarrollo orgánico de una fiesta popular, amén de aflamencarlo absolutamente todo hasta el punto de que ya no se conciben algunos temas con sus hechuras melódicas propias, sino pasados y bien pasados por el tamiz de la banda sonora de la ciudad. A pesar de todo, la cantidad de artistas que reunió esas grabaciones anuales testimonia unas maneras de hacer que quizá se hubieran perdido: dejó voces registradas para la historia y sembró en muchos artistas de Jerez la necesidad de expresión a través de la composición, algo que hoy está a la orden del día con una pujanza sin precedentes. De no ser por esta iniciativa, también nos hubiéramos perdido, imagínenselo, a La Paquera llevando una caja de polvorones al estudio de grabación en pleno mes de agosto. ¡Qué mal bajío, chiquilla, cantar por Navidad sin Navidad!
Y porque no sólo de Jerez vive una, la menda se fue hasta Cádi-Cádi para atestiguar su acontecer navideño. Resulta que hay más cosita en La Tacita que Toma Castaña, que en su gloria está. Me estoy refiriendo concretamente al grupo Lumbre, comandado por el palmero y musicazo en general David Gavira. El pedazo de concierto que se marcó un elenco que nada tenía que envidiar a cualquier orquesta de son transportaba a otras latitudes sin esfuerzo y honraba, por supuesto, la irreverencia y el age, pero también una calidad armónica y una veriedad de ritmos no siempre valorado con justicia, opacado por el cliché gadita y casi siempre a la sombra de un Jerez omnipresente y egocéntrico, aunque con razones de sobra. Y una no quiere ser jartible contándolo todo del tirón, pero al final empacha más que los pestiños y el anís a la vez, así que corto y cambio, que las fotos les cuenten también y seguiremos informando antes de que nazca el niño Dios, que a puntito está.
Video & fotografías: Tamara Pastora
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