Baile: Rocío Molina. Guitarra: Eduardo Trassierra y Yerai Cortés. Dirección de arte: Julia Valencia. Diseño de iluminación y audiovisuales: Antonio Serrano.
Desde hace años -aunque parece que siempre fue así-, Rocío Molina alimenta con su quehacer danzaor a nutrido público que asiste predispuesto ante cada una de las aventuras de la malagueña. Y ella, que no se escaquea, corrobora una y otra vez por qué está donde está: se ha ganado a pulso el respeto y la admiración de sus colegas, del público y de la crítica y, lo más importante, el margen de maniobra sin límites para su inagotable libertad y capacidad creadora.
A Inicio (Uno) le sigue Al fondo Riela (Lo otro del Uno), las dos primeras piezas de una trilogía sobre la guitarra flamenca aún en desarrollo. Si en la primera se centró en Rafael Riqueni, esta vez acude acompañada de otros dos habituales suyos: Eduardo Trassierra y Yerai Cortés, únicos compañeros de viaje sobre las tablas, que se acompasan y se pisan, se persiguen y se disfrutan.
Al fondo Riela, que llega a Jerez después de pasar por la Bienal de Sevilla o por los Teatros del Canal de Madrid, corona un fin de semana flamenco de alta intensidad con la energía idónea: Molina indujo al trance a través de la sobriedad en la gama cromática, la reducción de los elementos y el aprovechamiento del silencio y el espacio, ese momento de interrogación suspendido que nos prepara para los pequeños estallidos que, capa a capa y por acumulación, cierran el círculo tras de sí. Ésa es otra de las grandes virtudes de su trabajo en la trilogía, y es que las propuestas tienen sentido por sí mismas tanto como diálogo entre ellas.
La danzaora, indiscutiblemente plástica e innovadora, arriesgada e inquietante, baila aquí y ahora, presente, sobrecogedora, zen. No existen los aspavientos, y a ratos se antoja imposible que sea capaz de transmitir tan rico caudal de emociones con la escasez de elementos. Luego recuerdas ante quién estás y se te pasa.
Rocío dedica a su tan querido instrumento este estudio minucioso y recorre con su cuerpo (con los músculos y las vísceras, los dedos, los codos, ese hombro, la cadera) los motivos, las falsetas, los cortes y, en general, la razón de ser de la guitarra. Con la bata de cola o con una pamela de boda metalizada, un traje a lo Cecilia Paredes (que le cubre incluso la cara), no importa cómo, ella avanza hacia su propia pulsión, ese mandato interno que la guía.
Remata la farruca, la soleá o la siguiriya con los puñitos cerrados, estremeciéndose sobre sí misma, conteniendo la energía. Su capacidad para reinventar el lenguaje flamenco y hacerlo suyo, romperlo y construir sobre los escombros es infinita. Hacer del cataclismo un motivo para dialogar, rebuscarse o reír con las dos personalísimas guitarras de Trassierra y Cortés, a quienes la boquerona cede un protagonismo merecido y que ambos, a dúo o en solitario, aprovechan para cosechar con magnetismo su sonanta. De hecho, el poder de hipnosis lleva a Cortés a tocar mirando al público, travieso y conectado, dejar en blanco un par de compases y sentir el pulso en los pies de los presentes, a tempo, callaíto. Se sonríe y prosigue. El personal estaba entregado, sí. ¿Cómo no rendirse ante tal despliegue de magia? Las excelentes aportaciones en iluminación y audiovisuales (Antonio Serrano), acompañada de una dirección de arte (Julia Valencia) a la altura de las ideas de Molina, contribuyen a que no exista el paso en falso. Y, de haberlo, levanta la bailaora un monumento en cinco minutitos, un trance cercano, minimalista, sublime y turbador.