‘Frutos de mi voz’ Anabel Valencia Los Apóstoles, XXVI Festival de Jerez. 26 febrero 2022
Vamos a decirlo rapidito, cortito y al pie: Anabel Valencia Vargas cautiva. Mucho. Ya está dicho lo esencial. Ahora, si quieres más, también te lo cuento.
La cantaora empezó con aires de Lebrija por bulerías acordándose de El Chozas en toda su dimensión. Se refugió en sus letras y acudió también a la entrada tan particular con que el cantaor lebrijano de Jerez solía acometer este palo. Una carta de presentación que dejaba claro de dónde viene Anabel y cómo se hacen las cosas allí. Por soleá se acoge al tono más cómodo que le permite el traste -un registro poco habitual en voces femeninas-, algo que se convierte en un acto de generosidad porque al usar esas zonas armónicas donde cuesta dolerse, se sacrifica para que la soleá suene como debe. Ya lo amortizaría después cuando se acuerde de la Serneta.
Recurrió a la fundacional malagueña de El Mellizo (la chica y la grande), se fue por cantes de la Bahía, tientos con punto de zambra, una siguiriya exuberante, ranchera por bulerías -qué bien sienta siempre acordarse de Tía Adela La Chaqueta- y cerró por la bulería arromanzá que tan bien se cultiva en su casa, aunque no pudo no pasar por la tierra que anoche la recibía. El peso que da el tempo de Lebrija permite saborear los tercios, tanto a quien emite como a quien recibe, también en la guitarra. Por eso cabe resaltar la sonanta de Curro Vargas, que resulta vital para las intenciones de la propuesta: conoce a Valencia hasta el tuétano y la seguiría hasta el más allá, incluso cuando arriesga y estalla. Quienes también la muerden son Luis de Perikín, a los mandos de la percursión y a buen seguro maquinador de más de uno de los arreglos de anoche. Anabel Valencia reivindica hoy, más que nunca, una habitación propia donde se muestra sólida y afianzándose.
Un detalle que no opaca el brillo de Anabel lo generó el hecho de ver que no coincidiera el programa de mano con el plantel presentado. Hubiera sido de justicia presentar al elenco real, más que nada por honrar el trabajo de quienes sí la acompañaron y también para evitarle al público confusiones innecesarias. Donde no hubo lugar para las dudas fue para con el sonido, pero ni con Anabel ni el día anterior -ojalá cambie para recibir a Luis El Zambo el domingo-. ¿Es necesario tal nivel de decibelios? ¿Es deseable apretar así las tuercas a los elementos? También, a nivel de programación, cabría cuestionarse si dos recitales de corte tan similar, por repertorio, formato y espacio escénico -no tanto en ejecución- podrían intercalarse con alguna otra idea y no ser correlativos, de modo que podamos apreciar cada propuesta sin caer en comparaciones o en la repetición.
Cuestiones ajenas que no restan enteros al nivel de emoción que generó la de Lebrija; algunas no pudimos reprimir las lágrimas al ver a la cantaora en su primera apuesta en solitario en el Festival de Jerez decir el cante y decirlo, digo bien, sin correr y buscando en todos los recovecos de su voz los matices más tiernos a ratos, más caudalosos y con rockera energía también, pero todos solventes. Queremos ver qué más hay después de ese cuarto propio. Queremos mirar tras el arrojo y la artillería.