Especial Festival de Jerez 2024
Diecisiete días de no parar. Imagínenselo: del Teatro Villamarta al Palacio de Villavicencio, de ahí a la Sala Compañía, los Museos de la Atalaya -con su salón Don Jorge-, las peñas de la ciudad, la programación del OFF, tablaos, tabancos y la calle misma… y en algún momento habrá que darse caprichos como comer, dormir o calzarse. La vigésimo octava edición del Festival de Jerez nos ha vuelto a traer esta estructura de aguda e incesante actividad que nos deja, tras su paso, dos cuestiones importantes sobre la mesa: uno, un stendhalazo tremendo y dos, la misma sensación que con Los Simpson. Que todo lo que sucede en la vida se puede explicar con un capítulo de los seres amarillos o con un momentito del FDJ.
En realidad, esto no es ninguna novedad, pues todos los años asistimos a momentos de gran belleza (técnica, escénica, musical, ritual) y todos los años tenemos agenda de ministra durante esos días, aunque en sueldo ni se le acerque. Pero no es menos verdad que esta es la primera edición tras el último cambio de gobierno municipal y tras la llegada del nuevo director-gerente de Fundarte, el musicólogo autóctono Carlos Granados. En este sentido, si bien la programación ya estaba establecida al momento de su nombramiento, Granados no ha perdido detalle de la experiencia, por lo que con ambos cambios en lo alto de su dirección, estamos expectantes por saber qué nuevos rumbos tomará el certamen jerezano a partir de ahora.
Si rascamos, especialmente si lo visualizamos desde la óptica social local y sus dolores, podríamos apuntar con lógica aspectos de esta cita que nos agradan menos. Pero si el Festival se vende como un proyecto cultural de culto al baile, lo consigue. Especialmente porque sus propuestas constituyen un verdadero escaparate de tendencias de lo más variopintas. Y en ese buffet libre que ofrece la ciudad en estas más de dos semanas, está la posibilidad de confeccionar un menú al agrado de la mayoría.
Así, la bancada más comercial disfrutó de dos citas con Sara Baras, del homenaje a Picasso del Ballet Flamenco de Carlos Rodríguez o de la gala más bien cortita de Farruquito y su hijo Juan el Moreno. Hubo voces para todos los gustos y aunque podamos argumentar con peso, lo cierto es que los tres espectáculos arrancaron aplausos y vítores durante un buen rato. Lo dicho: cada quien escoge su menú y ya se encargará de digerirlo después.
Otras propuestas de mayor altura conceptual e intelectual -y diría que con un desarrollo personal y artístico más logrado-, alcanzan sin disimulo a un público entregado desde primera hora. Hablamos, sobre todo, del Alter Ego de Patricia Guerrero y Alfonso Losa -la pieza más celebrada, no en vano, acaban de concederle el Premio del Público-, pero también La Confluencia de Estévez/Paños y Compañía -que repite montaje tras la dolorosa pérdida de Rosana Romero, clave para la idea inicial, Flamenca 391-; Comedia sin título, de Úrsula López Compañía de Flamenco -con el mejor cuerpo de baile del certamen y un rugido creador y bailaor de López que cortaba el aliento- o Los bailes robados de David Coria -bailar la aridez, resistir la penitencia-. La factura escénica y la nómina de artistas involucrados en estos proyectos, así como su quehacer de excelencia, han dejado una huella profunda en muchos corazones.
De hechuras más crípticas y densas, apreciamos Peculiar, de Ana Morales -siempre fiel a sí misma, ¿no dará ella cursos de eso, además de los de baile?- y Vínculos, de Fuensanta La Moneta, este último estreno absoluto de la arrebatadora granaína. Y no podemos olvidarnos de los locales, De la Naturaleza del Amor, de Beatriz Morales y Antonio Agujetas, con una propuesta osada, una sumergida en un mundo distinto al que nos acostumbran y, especialmente, Cucharón y paso atrás, de Joaquín Grilo, que recibe ovaciones presente lo que presente. Aquí, aunque el montaje algo más deshilvanado de lo habitual pese a la asesoría conceptual de Faustino Núñez, sus requiebros juguetones con sabiduría del compás venida de otros mundos, saltamos igualmente de la butaca. Mención de honor para la dupla Carmen Grilo y José Valencia, dos titanes inaguantables (no de insufribles, sino de que no se puede aguantá sus maneras). Lo dicho: stendhalazo tras stendhalazo. Bombitas en el cuerpo. Puñalaítas en el corazón.
O tajos en la ingle, que también hubo. Pero antes de la sangre, déjenme decir otra cosa. Las evidentes diferencias a nivel de infraestructura y dotación entre Villamarta y el resto de los espacios no es asunto baladí. Y da coraje que propuestas que por su naturaleza intimista caben en escenarios como el de Atalaya, Compañía o Villavicencio, vean mermadas sus posibilidades expresivas por limitaciones espaciales, técnicas o de distribución del propio público. En definitiva, que tu espectáculo no esté programado en el coliseo jerezano aunque por factura artística lo mereciera, es una desventaja con la que mueren al palo los artistas, incluso los más creativos sacan partido, pero no por ello conviene dejar de nombrarlo.
El tajo más evidente, el hostión en toda la cara con la mano abierta fue Ave de plata, de Sara Jiménez. En solitario sobre el escenario, nos hizo una aguadilla y la sostuvo. Y, una vez bajo el agua, sin dejarnos respirar, fue guiándonos por una pesadilla-travesura de la que aún nos acordamos. Tampoco se quedó atrás Tres piezas, de Karen Lugo, José Maldonado y Chicuelo. Quizá por ser la primera obra en Atalaya ha quedado algo olvidada, pero merecería mayor atención. No sólo por el baile o la guitarra en sí, que también, sino por crear espacios de bienestar dentro de la mudanza constante. Otra bofetada pero de risa la trajo Maui con su potaje de Utrera. Escuché decir a alguien que aunque lo había visto infinidad de veces, siempre conseguía hacerle reír. Esta capacidad de usar el vocabulario flamenco para el humor, igual que hizo la compañía Nómadas con su montaje Atrapados (¡cómo canta Inma La Carbonera, carajo! ¡Y cómo canta y baila Ana Salazar!), es un acierto que queremos subrayar. Aún me río con El payo, el guiri y el gitano del año pasado… Más de esto, por favor. Duquelas y fatigas, vale, reírse de una misma y entre nosotras, mejor.
A medio camino entre la risa por la genialidad, la precisión técnica y la originalidad de la propuesta está, sobre todo, Vertebrado, de Juan Tomás de la Molía. Qué verdad eso de que cuando alguien sobre el escenario no respira, el público tampoco. Igual que si hay disfrute, el respetable se regocija. Espléndido el trebujenero exprimiendo las bulerías. También disfrutamos de montajes como Presente de Irene Lozano -qué originalidad tener su propio perfume-, Bailante de David Romero -homenajes a los sitios donde hemos sido felices-, Cómplices de Manu Montes y Araceli Muñoz -deliciosa pareja con propuesta conjunta sin perder el hilo personal- Contracuerpo, de Daniel Ramos -virtuoso y gamberro-, Moscas y diamantes de Francisco Hidalgo -redondo, vehemente y con dirección musical de Antonia Jiménez-. Tampoco olvidamos las Locas Mujeres de Cynthia Cano con la dirección del Grilo y con la mira puesta en Gabriela Mistral, donde se dan un beso dos mujeres que, si no es el primero en la historia del Festival, será como mucho el segundo, no poca cosa; y Camino, del jerezano Fernando Jiménez, con un vestuario de lo más sorprendente, aunque con el baile de siempre y una palabra nueva en su haber: Rocío, el nombre de su hija. Por último, Irene Morales y Paula Salazar, con sendos montajes muy celebrados.
No me olvido del toque de Bolita, de Juan Diego Mateos y de Yerai Cortés sustituyendo a Riqueni, incorporación de última hora que hizo las delicias de todo quien fue a verlo, tanto de prensa especializada como de público general que quizá no conocía de sus maneras. ¡Qué frescura, señores, qué riqueza expresiva, qué manera de transmitir, cuánta ternura!
Tampoco del cante para escuchar: el local con el titán Luis Moneo y Chanquita y Rubichi y del de Huelva Jesús Corbacho (probablemente el cantaor más requerido para el atrás en el Festival de Jerez 2023) o la ganadora de la última Lámpara Minera Rocío Luna, que dejó el pabellón muy alto en su madurez y un conocimiento sobresaliente con apenas 26 años.
Mención aparte para lo que acogió el Salón Don Jorge en los Museos de la Atalaya. Primero por lo difícil que resulta ser público en este espacio -ya trabajar en él ni te cuento-. Al no haber butacas sino permanecer el público de pie, se hace pesado y no todas las personas con su entrada en la mano tienen visibilidad. A pesar de ello, allí disfrutamos de Arpaora, de Ana Crismán, y especialmente de Infinita (con el alma fuera y el cuerpo dentro). A Marga Gil Roësset, de la bailaora de ideas superlativas Mercedes de Córdoba. No sólo la idea vale, luego hay que llevarla a cabo, darle cuerpo. Aunque se presentó como un work in progress de la obra completa Olvidadas (A las Sin Sombrero), ahora en desarrollo, funciona como un proyecto per se. Con la capacidad de conmover no sólo por la voluntad de entresacar de los escombros y el olvido los nombres de creadoras ninguneadas, su baile y su palabra estaban completamente contagiados de dicha voluntad. Me niego a que mi arte tenga fecha de caducidad. Y no hablaba sólo de ella. Sé a ciencia cierta que la mayoría salimos de allí temblando.
Quienes también nos hacen temblar son nuestros mayores. Y no lo menciono porque sean personas que acumulen muchos años, sino porque podría éste ser un filón de esta cita flamenca o de cualquier otra: el de convocar a quienes se les nota que la experiencia es un grado, aunque en otros oficios, esa misma edad ya les marque retirada. Hablo de Manuela Carrasco, que ya se despide aunque no llegue a los setenta y en cuya estampa se vislumbra sin apenas moverse historia viva del baile flamenco y, especialmente, de El Pele, cuyo recital en Los Apóstoles fue una clase magistral de dignidad y decencia cantaora. Todas las generaciones tienen cabida. Escuchemos más y mejor a la maestría antes de que se vaya, por favor.
Y qué decir del tejido peñístico de la ciudad. Para muestra un botón: si durante el Festival de 2023 hubo cinco actuaciones programadas, este año la cifra se ha duplicado. Y no sólo es cuestión de números, sino también de calidad. Su programación reúne además de la afición local, a un ramillete amplísimo de turistas que o bien acuden a la llamada del flamenco en general sin saber muy bien qué se encontrarán allí o bien acuden precisamente porque saben de qué se trata. Esa convivencia que en Jerez es habitual, durante los días festivaleros se intensifica con alianzas de todo tipo. Podríamos extendernos hasta el infinito si mencionáramos todas las actuaciones, pero referiré sólo dos: una, el lío gordo que formó Manuel Monje, de 11 años, en la Buena Gente. Y dos, el recital de Paqui Ríos organizado por La Zúa y ejecutado en Chacón. Más mujeres (y de cierta edad) en todas partes es justo y necesario, gracias.
¿Se dan cuenta? Esto es como en Los Simpson: tenemos a los niños prodigio, a los mayores, genialidades y sorpresas, algunas de más envergadura, otras menos agradables; nos reímos con la comida y de nosotras mismas, nuestro epicentro local es a la vez icono y objeto de burla, como Springfield; conocemos seres que nos hacen temblar y adentrarnos en mundos malditos, olvidados, imposibles. Viene gente de todas partes. Tanto haber de tó, ¡ha venido gente hasta de Huesca…! Con eso lo digo tó. Que esto no pare. ¡Hasta el año que viene!