Resumen: Especial Joselero de Morón. Centenario
ESPECIAL CENTENARIO
Estela Zatania El género flamenco no envejece, pero se hace mayor. Desde hace algún tiempo, cada nuevo año trae los centenarios de admirados intérpretes que no queremos que queden en el olvido. En este año 2010 estamos celebrando el centenario del nacimiento de Luis Torres Cádiz, “Joselero de Morón”, ni de nombre José, ni natural de Morón como ha observado el periodista y compañero José María Castaño. Pero una figura que se ha ganado un lugar en la historia del flamenco gracias a su cante instintivo perteneciente a una época pretérita, y a su inconfundible personalidad, tan bien definida como la guitarra de su cuñado Diego del Gastor que siempre le acompañaba. La 44 edición del venerable festival flamenco el Gazpacho de Morón de la Frontera, que tendrá lugar el día 31 de julio, estará dedicada a la memoria del que fuera el cantaor más querido del pueblo del gallo desplumado. El siguiente artículo fue publicado en el periódico local de Morón de la Frontera “El Gallo de Morón” en junio de 1985, unos meses después de la muerte de Joselero, recogido en el libro “Desde la atalaya” y actualizado para Deflamenco 25 años después de la desaparición del cantaor.
Luis Torres “JOSELERO” El pasado 15 de Abril murió en su casa de la calle Málaga 66, en la barriada del Pantano, la más importante realidad cantaora de la historia flamenca de nuestro pueblo durante las últimas décadas: Luis Torres Cádiz “Joselero”.
Un buen hombre “con tres cuarterones de gitano puro” como al propio Luis le gustaba contestar a quienes le preguntaban sobre sus orígenes, pues el otro cuarterón lo tenía de castellano por su abuela paterna. Su padre procedía de Osuna y su madre de Estepa, pero vivían ya en la Puebla de Cazalla cuando Luis nació el 23 de enero de 1910, pasando allí los primeros años de su vida. Pero siendo todavía un chiquillo, vino a Morón con su hermano mayor, Joselero, de quien Luis toma, posteriormente, el apelativo con el que habría de ser conocido artísticamente. Apelativo que, sin embargo, nunca utilizó su hermano que fue conocido, durante el tiempo que estuvo actuando junto al Cojo de Málaga, a la Niña de los Peines y a Cepero, como “El Niño de la Puebla”. Actividad artística de la que pronto se retiró para establecerse en nuestra ciudad [Morón de la Frontera], donde puso una tienda y se casó con la Molina, trayéndose con él a su hermano Luis que se dedicó a vender por las calles encajes y tiras bordás con una canastilla de mimbre.
Así que Luis empezó cantiñeando lo que escuchaba a su hermano mayor, “que cantaba mú gracioso”, y lo que, anteriormente, había escuchado de su madre “que cantaba que quitaba la cabeza, siendo un escándalo en la Puebla cada vez que abría la boca”. Y luego empezó a arrimar el oído junto a aquellas máquinas cantaoras de trompeta que, por aquel entonces, funcionaban en algunas tabernas para escuchar las placas del Cojo de Málaga: “¡Los tarantos y las tarantas las cantaba llorando!”; y del Niño Medina: “¡Qué bien cantaba por bulerías aquello de : Ay, ya le picó Y más tarde conocería a Diego del Gastor que se convertiría en su cuñado al casarse con su hermana Amparo y con quien, desde entonces, estuvo estrechamente vinculado tanto personal como artísticamente hasta la muerte de aquél en 1973. Un Diego del Gastor a quien él tanto admiraba y quería: “como guitarrista: un monstruo; y como persona muy bueno y muy cariñoso, a pesar de sus rarezas y de sus cosas”, y con quien Luis vivió intensamente la última época de esplendor que ha conocido el flamenco en nuestro pueblo. Aquellos años sesenta y setenta, en los que Morón se convirtió en una especie de Meca flamenca, con Diego como eje central, a la que acudían extranjeros de todos los países y nacionalidades, buenos aficionados de toda edad y condición, y por la que continuamente pasaban artistas de la talla de Perrate, Talega, Antonio Mairena, Fernanda y Bernarda de Utrera o Manolito el de María. Una época durante la cual Luis vivió sus mejores momentos artísticos.
De esa época datan las grabaciones más interesantes que nos ha dejado. Y de entre todas ellas, destacar, de una forma muy especial, ese maravilloso y valiosísimo documento audiovisual que le grabara TVE para la primera serie que produjo sobre flamenco, titulada: Rito y Geografía del Cante. Y ya en el terreno cantaor, hay que insistir una vez más en que Luis asimiló e hizo suyos los cantes por soleá que, de su andar errante por la Serranía de Ronda y la Sierra de Grazalema, trajeron a Morón los padres de Diego del Gastor: Juan Amaya y Barbarita Flores. Él fue el depositario natural de ese hermoso e inestimable regalo, hecho cante, que, como Reyes Magos venidos de Oriente, nos legaron los gastoreños. Fue precisamente en esos cantes por soleá donde Luis se encontró más a gusto y donde alcanzó sus máximas cotas artísticas, aunque de ninguna manera podemos olvidar esos tangos que, al parecer cantaban las gitanas viejas de Marchena, y que él recreó con esa gracia y con ese sabor, con ese temple y ese sentido del tempo y del compás que él imprimía a cuanto pasaba por su garganta. Ahí quedarán per secula seculorum esos tangos canasteros grabados con la inolvidable guitarra de Diego del Gastor. Y ahí quedarán también para siempre esas alboreás que Luis recreó de forma tan singular y diferente a todos los cantaores que la habían interpretado anteriormente, siendo el segundo, tras Rafael Romero «Gallina» que las había grabado en 1954 para la antología Ducretet Thomson, reeditada en 1959 por Hispavox, que se atrevió a difundirlas en la Antología-Archivo del Cante Flamenco, editada por Caballero Bonald, allá por el 68.Y ello, a pesar de las críticas de Mairena y Talega por difundirlas públicamente, pues hasta ese momento había sido un cante reservado, exclusivamente, a las bodas gitanas. Pero no sólo lo recordaremos por estos cantes sino también por seguiriyas, cantiñas o malagueñas, pues como dice su hija Amparo: “Mi padre cantaba bien por tó”. Durante estos días me he preguntado en repetidas ocasiones lo que habría sido de algunos de estos cantes, si Luis no los hubiese recogido con la autenticidad y frescura con las que después nos los ha transmitido. Pero, afortunadamente para el cante, Luis supo alumbrar, de nuevo, con su privilegiado metal de voz, la tradición y las raíces cantaores de su familia y de su gente, imprimiéndoles su personal estilo. Por eso, cuando a Luis le preguntaban que de quién había recibido influencias, él respondía: “Bueno, el cante es mío. Lo poco que yo canto y he cantao siempre, ha sío porque ha salío de mis entrañas. Ha nacío en mí, aunque nadie nace sabiéndolo tó”. Con estas palabras, Luis nos quería dar a entender –ésta es, al menos, mi interpretación– que el cante se recuerda, se recrea, se le imprime el tono y el matiz personal que refleja la vida del artista. Incluso se le engrandece y mejora como han hecho algunos grandes artistas y como puede ser que otros, que vengan detrás, lo hagan, pero no se inventa, ni mucho menos, de la nada. En este sentido es en el que hay que entender la aportación de Joselero, pues, no cabe la menor duda de que él constituye un eslabón importante de la cadena que en su día inició Silverio Franconetti y que luego continuaron la Andonda, el Fillo, la Cantorala, el Tenazas, Diego del Gastor y tantos otros artistas como han forjado y siguen forjando la historia flamenca de nuestro pueblo.
Yo le conocí en la última etapa de su vida, dada la diferencia de edad que había entre los dos. Pero a través de las numerosas conversaciones que mantuvimos en fiestas y reuniones en las que coincidimos, o bien simplemente tomando un café en el Rayos X del Pantano, en Retamares o en cualquier otro lugar donde me lo encontraba –muchas veces con la sola compañía de su cajita de zapatos, llena de carteras o de peines, de la que nunca se quiso separar completamente- pude apreciar en más de una ocasión su talante abierto y dialogante, y su espíritu libre de prejuicios a la hora de enjuiciar el flamenco. Cuando a Luis le preguntaban si cantaban mejor los payos o los gitanos, él cortaba por derecho y respondía sin inmutarse: “El cante es el cante. El cante no es payo ni gitano, porque ha habido siempre mu güenos cantaores payos, y cantaores gitanos que han quitao el sentío. Así que aquí no vamos a hablar de payos ni de gitanos, sino de cante y de cantaores”. Hoy, cuando ya empezamos a sentir el peso de su ausencia, van acudiendo a nuestra memoria los recuerdos que de él amasamos y, sin necesidad de que lo hablemos, quienes nos hemos sentido y sentimos cerca de él, sabemos que, más de una vez, al pasar por la calle Málaga veremos a Luis sentado en una silla de enea, tomando el solecito en la puerta de su casa como a él tanto le gustaba; que cuando escuchemos a alguien por el Callejón del Pescao pregonando carteras, zapatos, encajes o tiras bordás, se nos aparecerán sus sarmentosas manos, abriéndose y cerrándose como un abanico de peines de colores; que sonreiremos para nuestros adentros cada vez que nos acordemos de esa gracia infantil e ingenua, llena de candor y de ángel con que nos sabía obsequiar a cada instante; y también sabemos, ¡cómo no!, que más de una vez cuando escuchemos algún cante por soleá nos acordaremos de su recia y bien templada voz. Una voz que parecía fraguada con el mismo metal que aquellas campanas que él tantas veces evocara en aquellos tangos que tantas veces y tan bien cantó: Las campanas de Carmona
La voz profunda y clara de un hombre que, a pesar de los oscuros y difíciles tiempos que le tocó vivir durante la mayor parte de su vida, siempre se mantuvo firme y permaneció fiel a esa letra que tantas veces cantó por soleá no solamente en los escenarios, sino subiendo la callejuelilla de la Mina o caminando hacia las cuevas del viejo Castillo donde sobrevivió durante muchos años con su numerosa prole: Soy arroyo y no me enturbio No quiero entrar en este artículo, que ya se ha alargado en exceso, dado el espacio del que dispongo, en los reconocimientos públicos y homenajes que Luis bien merece, aunque es justo recordar, de entre los poquísimos que se le tributaron en vida, el que le ofreció la Tertulia Cultural Flamenca con la concesión de la insignia de oro de la entidad. A mí, como a tantos otros aficionados, nos costará mucho trabajo y tiempo acostumbrarnos al hecho de que Luis ya no está entre nosotros para que nos pueda acompañar y cantar un poquito. Pero, a pesar de todo, no deja de ser un alivio la certeza de que esa soleá, de que esos tangos y esas alboreás recreadas por su voz, seguirán vivas en nuestra memoria, aún muchos años después de que hayamos ido a hacerle compañía. Fotos procedentes de Flamenco Project: Una ventana a la visión extranjera 1960-1885 de Steve Kahn.
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