por Lucía Ramos Aísa
“Esto no es un disco de flamenco, lo siento”. Mélodie Gimard, pianista, se dirige a su público en la primera y única presentación de su último disco: Confidencias (NewTrad, 2024). Unas cien personas guardan silencio en el sótano del Espai Sona de Barcelona, casi a oscuras y rodeados de velas, para ver a la francesa barcelonesa girarse con su americana amarilla, color de la mala suerte, sentarse en la banqueta y contar su vida a través de las notas de su piano de cola. Esta noche, a pesar del amarillo, no hay sitio para el mal fario: todos los asistentes son familia, o amigos que son familia. “Coged una copita de cava, os quiero mucho”, dijo la artista antes de empezar.
Días después del recital, encuentro a Mélodie en su jardín del barrio del Guinardó después de hacer una pequeña clase de producción con un amigo. Nació hace 33 años en Perpignan (“Perpignan de la Frontera”, añade ella). Nació, casi, en un escenario. Su madre se puso de parto la noche de San Juan durante una de las actuaciones de su compañía de música y danza folclórica, y se fue al hospital mientras sus compañeros siguieron actuando. Por eso la llamó Mélodie, de melodía. “Podría haber sido armonía o sabor”, bromea ella. Y desde pequeña giró con el grupo de su madre tocando, aprendió a ser nómada, y a ser “la estrellita” del bolo.
China, México, Madagascar, Rusia, Argentina, Brasil, Marruecos, Argelia, Italia. Tanto movimiento hicieron de ella, como persona y como artista, alguien sin fronteras, dispuesta a hablar, a escuchar y a dejarse influir por todo el mundo. Se relacionó con griegos, sirios, palestinos, con gente de todo el mundo, y aquello la llevó, explica, “a apreciar cualquier tipo de música tradicional, y allí estaba el flamenco”. El arte jondo siempre estuvo ahí, en su imaginario. Y el folclore español está en su árbol genealógico: su abuela es maña y se exilió a Francia durante la Guerra Civil, y su bisabuelo era trovero y tocaba melodías españolas y jotas con su bandurria. Su madre aprendió este legado, se puso a investigar, y abrió un departamento de músicas y danzas folclóricas ibéricas en el Conservatorio de Perpignan.
Años después, Mélodie se mudó a Barcelona para estudiar el Superior de Piano Clásico con Pierre Réach, y más tarde el máster de flamenco de la ESMUC. Desde entonces no ha dejado de tener proyectos en los círculos alternativos flamencos de la ciudad. ¿Qué tiene el arte jondo que le atrajo y le atrae tanto a esta pianista formada en clásico y enamorada de Satie, de Chopin y de Schuman?
“La esencia misma. Poder expresar el sentimiento en el momento según cómo te sientas, y el palo que le corresponde a la sensación y a la emoción que tú quieras decir”, explica. “Cada palo corresponde a una emoción. Esto ya, de base, te permite expresar una verdad universal que es la pena, la alegría, la muerte. A mí me llegó por el cuerpo, por el baile [se graduó también en Danza Española]. Es un arte que se crea en directo, espontáneo casi impulsivo, que toma su espacio según el nivel de consciencia o el énfasis que le quieras dar, que impone respeto, belleza, inteligencia y mucha sensibilidad. Y me siento muy identificada con esta forma de expresar el arte”, reflexiona.
Mélodie es una artista sinestésica que visualiza el color de las notas, que para crear sus armonías piensa en el equilibrio de un paisaje, y que cuando actúa consigue transmitir lo que pocos artistas: no podría no tocar el piano. A pesar de que “ser artista es un hobbie muy caro”, como confesó en su presentación. Entre sus trabajos flamencos, acompaña a la cantaora Naike Ponce; forma parte del espectáculo Mujeres celebran a Paco de Lucía (“Las Pacas de Lucía”, como se llaman a sí mismas); está en de la banda femenina Las Opinólogas, que reivindica la música como medio de cambio social; toca en un concierto en el bar de flamenco y jazz Robadors para recaudar fondos para Palestina; y acaba de embarcarse en el proyecto ‘Eunoia’ junto al tocaor Marc López y el cantaor Pere Martínez.
Este trío comenzó su andadura en el festival Ciutat Flamenco el pasado noviembre, y funcionó tan bien que han seguido dando bolos y se han puesto un nombre. “Buscamos la belleza del sonido. No es tocar por seguiriya, es fliparnos con la armonía, tocar una soleá con una calimba, buscar cuáles son los golpes que mejor le corresponden a la soleá para darle más profundidad dentro del piano, hacer cohabitar dos instrumentos aparentemente incompatibles como son el piano y la guitarra y hacer brillar el uno al otro. Abrir la mente hacia otras cosas”, explica. Pero siempre con una referencia al flamenco: Los cuatro muleros, la versión aflamencada de Gnossiense no. 1 de Satie con letra de Javier Ruibal, el Anda Jaleo de Lorca o las alegrías gaditanas de los titirimundis. Y el concierto de Eunoia se convierte en una conversación entre los tres artistas: Marc sonriendo agarrado a su guitarra a la derecha, la voz de Pere al centro, y Mélodie como una niña en un parque de bolas a la izquierda. El espectador tiene el privilegio de asistir a una quedada entre amigos que han encontrado algo muy interesante y lo quieren contar, un invento único que bebe de la raíz y suena joven, nuevo y honesto.
En su primer disco solista, Numen (2020) se adentró de lleno en el flamenco. En Confidencias, Mélodie ha querido alejarse, pero no ha podido del todo. A partir de la cadencia andaluza con inversiones, y con amalgamas rítmicas (propias del flamenco), ha compuesto a la manera de Ludovico Einaudi o Yann Tiersen: con repeticiones de un mismo elemento a lo largo de la pieza. El resultado son 11 pistas que invitan a romantizar cualquier situación cotidiana. “Tu disco es como ir en un tren mirando por la ventana dentro de una película”, le digo. “Sí, mi vida es una película y yo quiero vivirla así. Romantizar mi vida me interesa. Confidencias es un viaje, una ida en tren, hay tramas que se desarrollan, otras no…”, me contesta.
Durante su concierto de presentación, fue relatando todas las emociones y los contextos que inspiraron la creación del disco. La cueva en la que vivía en la Barceloneta durante la pandemia, una ruptura dolorosa, una noche volviendo de fiesta con sus amigos, la temprana muerte de su tío Miguel o un poema de Emily Brontë. En cualquier concierto, sea como solista o como acompañante, Mélodie parece querer transmitir una verdad: da la sensación de que ella va viviendo y apuntando cada lección de la vida para después contarla con su piano a quien quiera escucharla. “Esa es para mí la función del artista”, me dice al respecto. “No existe una verdad absoluta, existen miles de verdades, y el artista está para proponer una de ellas, la suya”, explica.
La última verdad que quiere contar a los demás, explica después de pensarlo unos segundos, es que el amor está por encima de todo. “No el romántico, el amor a uno mismo, a los demás, a la música, a la vida y a compartir tu arte”, puntualiza. Y que quizás no hace falta ser muy famoso para ser respetado profesionalmente. “Estoy contenta y tranquila de haber hecho todo lo posible por haber sido la mejor versión de mí misma. Aceptar que lo he hecho para mí, para aprender y para ser feliz. Llega un momento en que la vida te devuelve todo lo que le has dado”.
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