Museos de la Atalaya – ‘Abril’ de Lucía La Piñona – 19 febrero 2022 – Festival de Jerez
La propuesta se vio por primera vez en la última Bienal de Sevilla, pero muchas sentimos, incluida la protagonista, que era un re-estreno. Pues bien, los ajustes que todas las ideas necesitan tras ser placeadas han cumplido su cometido la bailaora jimenata inaugura los Museos de la Atalaya con un montaje que recorre un hipnótico vergel con el que maldice y bendice las flores que nos rodean.
Todo el mundo tiene un mes, una esquina del año, que le atraviesa, que disfruta o se duele con especial fruición. No hace falta ser muy lista para intuir que a Lucía, el mes de Abril la partió en dos y ella, poco a poco y probablemente sin saberlo al principio, con conciencia después, fue recogiendo los trocitos del camino, los ha ido moldeando con los años y los trae con estas formas y con este nombre. Abril, si se le permite a una poner palabras a algo que quizá no las necesita, es una obra redondeada donde tienen cabida varias formas posibles de homenaje: el principal, a Juan Manuel Flores, poeta sevillano -letrista primero de Lole y Manuel-, de quien la bailaora recupera sus versos más olvidados. También a Sevilla, a quien el poeta le canta, y a una época de días grises e iguales, donde la vida volvía a florecer aun con ese poso de tormento que nunca se iría.
La que formó la Piñona fue, básicamente, por bailar. Danzó todo el tiempo, la hora y media: soleá, bulería, alegrías, una siguiriya metalera, un trémolo en el que hubiéramos podido quedarnos a vivir. En todas las piezas que ejecutó hizo lo más difícil, pellizcar el espíritu con pequeños gestos muy propios, creando intimidad, y saltar hacia lo universal, donde todos tenemos cabida. Sus brazos larguísimos culebreando sobre un manto de oscuridad derrochaban sensualidad (por qué tan sexy, por favor) y no le hizo falta convencer a nadie para llevarnos adonde le diera la gana. Porque, además -otra de las cosas más arduas-, sientes que no sobra nada, que el tiempo que dedica a cada cosa es el justo que necesitamos para entrar al trance y acceder a la siguiente capa. La dirección artística de Pedro G. Romero sobrevuela el ambiente.
Tampoco podía estar mejor acompañada: Perico Navarro a la batería, la percusión y a las palmas, era un colchón sobre el que recostarse. Alfredo Lagos, director musical, una siempre garantía jerezana, una delicia más de acompañante y de compañero. Y aunque Pepe de Pura no tuviese ayer su mejor encaje, hay que corresponderle por el arrojo que le hizo tirar de las tripas ante la adversidad y, sobre todo, porque es el encargado de la adaptación de las letras de Flores, palabras mayores. Mención cum laude para el trío coral, con ese toque lírico de cantiga que rompía el ritmo, dándole reposo y desnudez. Espléndido trabajo también la conjunción de los teclados de Pepe Fernández y el diseño de luces de Manuel Madueño. Para mí, la dupla que consiguió con sus efectos hacernos sentir la frescura del vergel, la intimidad de la cueva, la sequía de lo mustio o la transgresión en el estallido de la psicodelia. El vestuario también hizo lo suyo: no le faltó un detalle. Qué alegría cuando se le da el valor que merecen las profesiones técnico-creativas y no se escatima en ellas, sino que se les da alas.
La grandeza última de la cultura no es sólo el disfrute del momento, sino las compuertas que abre tras de sí: ventanas y balcones que estallan para saborear otras orillas, sentires nuevos, acercamiento a desconocidas inspiraciones y posibilidades de todos los colores, para ahora y para el mañana. Ayer, pese a los revestimientos de los Museos de la Atalaya, no exentos de dificultades nuevas tanto para artistas como para público, Lucía Álvarez expandió el regocijo al máximo con el esplendor de su cuerpo y la honestidad que transmitía su corazón, bordada con pan de oro en cada quiebro. Lucía, cuánta autenticidad. Que los vientos soplen a tu favor.